2: César Alfonso Blanco Santos - Los Brackets
La sauna los martes está tranquila, pero hay ambiente. En mi opinión, es el mejor día para venir. Yo suelo esperar a que se me acerquen, dejo que las aguas sigan sus cauces, sin pretensiones, sin presión. Lo que tenga que ser será, los dioses saben. Me beso la cruz que cuelga de mi cadena al salir del vestuario y entrar en la oscuridad de las salas. Los pasillos son estrechos, pero caben dos personas. Las cabinas tienen luz y algunas están encendidas y vacías, otras apagadas, y una, la 10, con la puerta cerrada. Alguien está follando, o abrazándose, o drogándose, no sé.
En los baños también se juega, y en las duchas, en el jacuzzi, en la piscina. Junto a ella está la barra; saludo a Jon, el camarero. Me pone lo de siempre, una caña con limón.
—¿Lo de siempre, tocayo? —Me guiña un ojo. Se lo devuelvo. Solo aquí me llaman John.
—Sí, por favor.
—Aquí tienes, tocayo.
Me siento genial. Salí de casa con la autoestima colocada bien alto. No beberé mucho alcohol porque me adormece, pero tampoco tomaré ninguna otra droga esta tarde.
Paseo un rato por todas las zonas. Esto está muerto. Espero que se anime un poco. No me viene nada bien malgastar la tarde. Si no va a ser productivo, podría haberme quedado en casa. Intento relajarme. Me decido a entrar en el cuarto oscuro. Estoy a gusto porque no se me ve, aquí nadie podrá descubrirme. Me calmo. Puedo cerrar los ojos o tenerlos abiertos, no importa. Desconectar y esperar a que algo ocurra. Dejarle tiempo al hechizo para que se cumpla. A veces, cuando uno deja de buscar, es cuando aparece la faena.
Hay gente, lo sé porque siento pasos y un perfume que me resulta familiar, no sé de qué. Tal vez sea uno de los compañeros del lugar. Ya nos conocemos algunos, ya nos hemos olido antes. Tras un rato sentado en el banco, noto una respiración a mi lado. Hay alguien más, se me acerca. Presiona su muslo derecho contra el mío, no hago nada.
—Hoy no hay nadie por aquí —su voz es un susurro apenas audible.
—Ya —contesto al mismo tono, por no molestar si hubiese alguien divirtiéndose cerca.
Respiramos, nos acomodamos, nuestros pechos empiezan a subir y bajar al mismo compás. Me acaricia la pierna velluda.
—Uf, cuánto pelo, qué rico.
Le toco la suya, suave y firme como la piel de un plátano. Pienso en detenerle, en explicarle, pero no lo hago.
—No puedo decir lo mismo —le sonrío y, aunque no me ve, sé que él también me sonríe.
Me toca el bajo vientre, me acaricia el vello del pubis, suspira. Me agarra el tronco del pene. No sé cómo es su cuerpo, ni su cara, solo conozco la palma de su mano en mi piel, y el olor, ese olor que reconozco aunque siento que quien me toca nunca me había tocado antes. Hay algo de familiar en este desconocido. Dudo si debo frenar, explicarle las condiciones, pero estoy seguro de que él también es uno de los míos, que se está entreteniendo porque hoy la cosa está floja. Algo en este muchacho me invita a dejarme ir.
Acerca su cara a mi oído.
—¿Puedo? —Asiento, entiende sin verme que es un sí. Sus labios, gruesos y suaves, se posan en mi glande. Su boca grande no aprieta. Yo también le toco. Tiene la piel del pene lisa como porcelana, es hermosa al tacto. Su torso es firme y musculoso, robusto. Su figura es amable conmigo, conocida, como si ya hubiésemos estado juntos aquí. Nos dejamos hacer, sin saber cuánto tiempo pasa, sin conocer si han entrado más personas en la sala, sin decir ni una palabra más. Me corro con facilidad, más que de costumbre, sin pensar en que la tarde no ha hecho más que empezar, imprudente.
Después de habernos corrido, me besa por primera vez. Noto que lleva brackets, cada vez hay más chiquillos aquí, cada vez tienen menos reparos en venir a buscarse la vida. Tiene la piel de la cara bien fina también, los labios hinchados del sexo, o tal vez los tenga siempre así. Le acaricio el pelo, recién cortado. Me abraza un largo rato antes de levantarse y tomarme la mano, le sigo, observo que su silueta brilla al contraluz de la puerta, como un busto de mármol, como si lo hubiese visto antes en un museo. Las sombras y su silueta brillante me hablan, me interpelan, ¿ya sé quién es porque basta un polvo breve para conocer a un acompañante sexual?, ¿nos hemos visto ya y no me acuerdo?, ¿quién es mi amante sombrío?
Después de habernos corrido, me besa por primera vez. Noto que lleva brackets, cada vez hay más chiquillos aquí, cada vez tienen menos reparos en venir a buscarse la vida. Tiene la piel de la cara bien fina también, los labios hinchados del sexo, o tal vez los tenga siempre así. Le acaricio el pelo, recién cortado. Me abraza un largo rato antes de levantarse y tomarme la mano, le sigo, observo que su silueta brilla al contraluz de la puerta, como un busto de mármol, como si lo hubiese visto antes en un museo. Las sombras y su silueta brillante me hablan, me interpelan, ¿ya sé quién es porque basta un polvo breve para conocer a un acompañante sexual?, ¿nos hemos visto ya y no me acuerdo?, ¿quién es mi amante sombrío?
Al salir a la luz se me corta la respiración. Un viento frío me recorre el pecho por dentro. Nos miramos. Sus párpados y boca se abren como compuertas al vacío desvelando el horror en el resto de su cuerpo bello.
—No se lo cuentes a nadie —suplica en un susurro igual de leve que los que compartimos en la oscuridad del encuentro.
—Tranquilo, no lo haré —tiemblan mis manos, finjo seguridad.
—Por favor —se rasca la nuca con las dos manos, su piel recién rasurada se enrojece.
Ahora puedo verlo. Sus brazos gruesos, sus hombros anchos como una puerta, sus brackets con gomas azules a juego con sus ojos.
Es mi compañero del otro trabajo, el chico de seguridad. Al que llaman «El Brackets», «El Cruasán». Al que yo llamo «El Bebé», porque le saco quince años, aunque nadie lo sabe. Soy profesor de español en un centro para personas migrantes, trabajo a media jornada. Es tranquilo, poco exigente y bastante libre. Me gusta y además apenas tengo que coordinarme con otros compañeros, me permite discreción, nadie sabe mucho de mí, aunque me llevo bien con la gente. Con algunos, como El Bebé, solo intercambio miradas, nos cruzamos en pasillos o nos rozamos el dorso de las manos en el umbral de alguna puerta. Sabía que me miraba, que se fijaba en mí, que no era solo yo quien le leía como un escáner intentando adivinar sus curvas, su vello o sus pezones.
Entramos en una cabina, a plena luz fluorescente, ya no quedan sombras que nos protejan del anonimato.
—Te lo prometo, Andrés. No se lo contaré a nadie, no tienes de qué preocuparte.
Su llanto es la vergüenza de haberse acostado conmigo, el rechazo que borra el ensueño que vivimos hace pocos minutos, como un agua que limpia las calles y enfría el asfalto en verano. Andrés llora, sus labios gruesos tiemblan, su masculinidad se tambalea sobre una cuerda de funambulista, sus pómulos se tornan rosados de miedo y desconfianza. A su edad yo también temía que me sacasen del armario.
Yo que fantaseaba con este muchacho, yo que pensaba que hoy sería un día tranquilo en el trabajo. Sin incidencias, sin malos tragos, sin crueldad. No debería haberme dejado engatusar a estas alturas, yo ya sabía a lo que venía hoy.
Me levanto con brusquedad, tomo aire.
—Joder. —Giro sobre mí mismo, observo la figura de mi compañero, su espalda arqueada, apoyando las cuencas de los ojos en sus manos rudas, una suerte de pensador de Rodin que no piensa, se lamenta. Me veo en el espejo, le vuelvo a mirar.
—Mírame. —Obedece.
—Yo no solo vengo a la sauna por gusto, también trabajo aquí. —No entiende nada, sus ojitos de niño bueno me interpelan, me exigen que continúe.
—Soy trabajador sexual, vengo los martes y los viernes, cuando no estoy en el centro. Hago servicios de escort con quienes se pueden permitir pagarme. Así que menos llorar, que yo, además, me voy con los bolsillos vacíos.
El llanto cesa, el rostro se seca, su columna se tensa. Nos miramos largo rato, desafiantes y heridos.
—Yo guardo tu secreto y tú guardas el mío —dice esta vez en una voz que no es susurro, su voz grave, masculina, la que ya conozco, la que hace juego con su perfume de hombre, el que reconocí en la oscuridad del cuarto.
Me despido de él, me dedica una sonrisa antes de irse, se la devuelvo. Se pierde tras la puerta de los vestuarios y no vuelve a entrar. Yo aprieto la mandíbula largo rato hasta que consigo calmarme de verdad. Me voy a la ducha e intento lavar la culpa y la vergüenza. La culpa por haber incomodado a un muchacho más joven que yo, por el terror que vi en sus ojos. La vergüenza de haber cedido ante el capital sexual del joven y no haber priorizado el trabajo. La sauna no es el lugar más amable, tampoco lo son sus visitantes: a veces tacaños, a veces crueles, a veces necesitados de una validación que ni yo ni mis compañeros podemos darles. A veces, como hoy, hasta un veterano como yo se deja llevar hasta caer en un pozo de rechazo.
Paso dos horas más, hago un par de clientes, me siento bien, me marcho. Al día siguiente, El Brackets y yo no coincidimos, no está en mi turno. Tras el fin de semana volvemos a encontrarnos, a cruzar miradas en silencio, a rozarnos las manos con cautela, con miedo y deseo.
Un lunes, a la salida, me despido.
—Adiós.
—Hasta mañana.
—Mañana no trabajo, es martes. —Respondo.
—Lo sé, nos vemos. —Sonríe, sabio, con la madurez que no tuvo en nuestro primer encuentro fuera de este edificio.
Le sonrío de vuelta y salgo bajo un sol que calienta con fuerza, me cubro la cara con la mano y entorno los ojos, me voy a casa.